Lo cotidiano, lo que todos los días vemos de forma pasiva. Esos elementos pasan por delante de nosotros y producen sorpresa una sola vez en nuestra vida, y cuando somos tan pequeños como para no recordar cuando pasó que un tenedor nos sorprendió.
Mientras observo el proceso de aprendizaje de Leyre, mi hija de 10 meses, me doy cuenta de lo increíble y sorprendente que puede llegar a ser un tenedor. Lo coge con gran sorpresa, con cara estar frente a un objeto de características nunca antes vista por ella, y lo mejor de todo no sabe para que sirve.
Es un objeto alargado, con atractiva sinuosidad muy próximo a la curva de la belleza, al tacto resulta frío y de textura lisa, pesa bastante para su tamaño y presenta grabados que Leyre tampoco es capaz de comprender
pero que los señala con su dedito.
Acto seguido, después de una breve inspección visual, se lo lleva a la boca para ver a que sabe, y cual es su sorpresa, no sabe a nada, pero nada es también un sabor para Leyre. Lo muerde y comprueba lo duro que es, tanto que se hace daño. ¿Para qué servirá este objeto si no me lo puedo comer y es insulso?
Leyre se saca el tenedor de la boca y vuelve a inspeccionarlo visualmente, pero esta vez su cara ya no es de sorpresa, su cara es de indiferencia escéptica. ¿Para qué me habrá dado este objeto mi papá?. En respuesta ante semejante dilema, Leyre emite un grito al tiempo que da un salto sobre la silla, y accidentalmente golpea con el tenedor sobre la bandeja de su trona y escucha un sonido muy fuerte, tanto como para asustarse.
¿De donde ha venido ese ruido tan grande?, de repente mira su mano que sostiene fuertemente el tenedor y de nuevo aparece en su cara el gesto de asombro inconmensurable, no pierde el tenedor de vista, un hilo de babas cae desde la comisura de de sus labios. Lentamente levanta su mano apretando con todas sus fuerzas el tenedor, tanto, que tiembla del esfuerzo pero su mirada acompaña el alzado de aquel increíble objeto, sin perder su gesto de revelación, ni el hilo de babas de la comisura de sus labios.
Una vez el tenedor está lo más alto que su brazo puede levantar, me dedica una fugaz mirada de complacencia casi al mismo tiempo que baja su brazo con todas sus fuerzas hasta golpear de nuevo la bandeja de su trona. En esta ocasión el gesto de su cara cambia y vuelve a mirarme, y entonces comprendes que Leyre a resuelto el dilema. Aquel objeto tan refinado, frío y liso al tacto, duro, insípido y de forma sinuosa, cobra significado gracias a un accidente.
Leyre no sólo lo había comprendido sino que lo había comprobado, repitiendo el ensayo del accidente. Elaboró una hipótesis sobre la funcionalidad de aquel objeto y la resolvió, se encontraba, ni más ni menos que frente al palo de un tambor. De repente todo su cuerpo se inunda de alegría y satisfacción por el problema resuelto y comienza a golpear como si de un hincha se tratase, la bandeja de su silla trona al tiempo que grita y grita de alegría. Entre golpe y golpe me mira complacida para hacerme partícipe de su alegría. Ese instante pude comprender, que mi hija tiene toda la razón y que llevo toda una vida comiendo con un palo de tambor, así que el gesto de mi rostro cambió de indiferencia escéptica compasiva al de asombro y revelación inconmensurable. Cogí mi tenedor y comencé a golpear junto con Leyre su bandeja, y los dos comenzamos a reírnos a carcajadas.
Si todavía pensáis que un tenedor sirve para comer o que la Constitución Española garantiza los derechos de todos los españoles; preguntarle a Leyre para qué sirve...